Cuento
APRENDIENDO A VIVIR
El colegio puede ser un lugar
aburrido para muchos, a mí en particular me gusta demasiado pues allí aprendo
cosas nuevas cada día. En una conversación con mis profesores o compañeros
puedo entender puntos de vista que nunca se me habrían ocurrido a mí solo,
podemos hablar sobre diversos temas y conocer a través de los libros y las
enseñanzas, mundos inexistentes e imperceptibles en las pocas cuadras que tiene
mi barrio. Imperceptibles, por ejemplo, fue una palabra que aprendí la semana
pasada en biología cuando veíamos los
microorganismos y quiere decir que no se puede percibir o mirar a simple
vista, desde ese momento he estado usándola todo el tiempo para que no se me
olvide y para hacer alarde de mi lenguaje refinado; el otro día le dije a mi
mamá durante la cena <<madre mía, la carne de hoy es
imperceptible>>, casi nos bota en la cara lo que tenía en la boca de la
risa que le dio.
El martes en la escuela sucedió
algo extraordinario, bueno, en ese momento no lo fue. El profesor Jean Carlo
nos dejó de tarea preguntarles a nuestros padres acerca de un acontecimiento
que haya marcado su vida y luego convertirlo en cuento, enseguida todos
protestaron porque los otros profes habían dejado tareas y la mayoría estaban
largas, seguramente todos pensábamos igual <<adiós fin de semana en el parque>>. El profe vio nuestra
inconformidad y… no nos quitó la tarea, pero nos dijo que lo tomáramos como una
oportunidad. – ¡Si, cómo no!- dijo Francisco. La verdad es que el profe tenía
razón.
Esa misma noche le pregunté a mamá
cuando estaba arreglando mi ropa en el armario, me dijo que lo más maravilloso
que le había sucedido era mi nacimiento, y fue genial, pero esa historia la he
escuchado muchas veces y se me ocurrió que muchos de mis compañeros tendrían un
cuento similar y no es por nada, pero me gusta marcar la diferencia. Papá llegó
muy tarde y yo ya estaba dormido, así que no pude preguntarle, lo mismo pasó el
jueves y el viernes; verán, nuestra rutina es así: por las mañanas, todos
corremos para el colegio o el trabajo, todos almorzamos en horas diferentes y
en la cena, estamos mi hermanita Carlota, mamá y yo, papá generalmente llega
después de las diez.
El sábado apenas abrí los ojos
corrí a buscar a papá al estudio, él acostumbra levantarse temprano los sábados
a leer el periódico, sabía que allí lo encontraría. Le di un abrazo y le dije
sobre la tarea. –Cepíllate y trae tu grabadora- me respondió- tengo una gran
historia para ti.
Cuando regresé con mi grabadora -el
último regalo de la abuela- papá tenía su mirada perdida en el cielo, hubiese
querido fotografiar ese momento, seguro la profe de artes estaría fascinada con
una perspectiva así, tendría el 10 asegurado. Me senté y papá empezó su relato:
“Cuando
tenía tu edad, las cosas eran muy diferentes a como son ahora, vivíamos en el
campo y mis obligaciones iban más allá de estudiar y arreglar mi cuarto. Éramos
ocho pequeños trabajadores en casa, debíamos ordeñar vacas, alimentar y cuidar
a los animales y lo que menos me gustaba, arar la tierra para preparar la
siembra y en tiempos de cosecha recoger “los maravillosos frutos de la tierra”
como decía papá, a mí me dolía la espalda y en realidad no me gusta ni
recordarlo.
Nosotros
no estudiábamos, mi papá nos permitió asistir al colegio para aprender a leer y
escribir y luego nos retiró porque decía que allá sólo perdíamos el tiempo y
que en la finca teníamos mucho por hacer como para estar jugando a la
escuelita. Ninguno de nosotros protestaba por eso, igual ni nos gustaba la
escuela; teníamos que caminar dos horas para llegar allá y pasar por terrenos
pedregosos que hacían que se nos ampollaran los pies, por cierto, en esa época
no se usaban zapatos. Mamá nos empacaba la comida en hojas de plátano y
generalmente nos comíamos todo de camino, entonces a la hora de comer no
teníamos nada y aguantábamos hasta llegar en la tarde. La profesora se
desesperaba ante cualquier pregunta y como éramos duros para aprender nos
pegaba mucho, tenía una varita que nos hacía ver el cielo cuando nos azotaba en
las palmas de las manos y si protestábamos o no seguíamos sus indicaciones nos
hacía arrodillar en una caja con granos de maíz, con las rodillas descubiertas
por supuesto. En fin, eso era horrible, por eso ninguno de nosotros peleaba por
estudiar.
Había
ratos agradables, claro. No puedo decir que todo era malo, en ese momento ni lo
veíamos como algo anormal, era la vida y así se vivía, nadie conocía otra forma
de hacer las cosas, entonces estaba bien. A mis hermanos y a mí nos gustaba
mucho ir al rio, papá nos permitía ir unas dos veces a la semana, si estábamos
juiciosos, después de hacer nuestras labores, ¡cómo disfrutábamos jugar allí! ¿sabes
que somos muy buenos nadadores verdad?, pues fue allí donde aprendimos, no
había clases de natación ni nada de eso, éramos nosotros y el rio, pura
supervivencia, y cuando entramos en confianza comenzamos a experimentar
clavados y todo tipo de figuras; más de una vez llegamos sangrando, con
raspaduras y cortadas ocasionadas por las piedras y malas caídas, nada grave, o
por lo menos ninguna de esas heridas opacaba lo bien que nos sentíamos allí. La
temperatura, la corriente, la pureza del agua, todo era perfecto en aquel
lugar. Recuerdo que un día, conseguimos muchos palos y muchas piedras e hicimos
una barricada para que el agua se estancara y pudiéramos tener mayor
profundidad y bañarnos a gusto. Era maravilloso.
Hay
muchas cosas que te quiero contar, pero primero, mi memoria me falla y segundo,
quiero que conozcas algo fundamental de mi historia, que es la historia de
muchos, la historia de todos los que vivimos en este país.
Un
día de esos en los que nos levantábamos a las 4 de la mañana y ordeñábamos las
vacas mientras mamá preparaba el desayuno, llegó a la casa un hombre, que no
habíamos visto antes, preguntando por papá; no sé por qué pero mi mamá le dijo
que no estaba, ninguno de los que estábamos allí la desmentimos porque meterse
en conversaciones de adultos no era una opción para nosotros; cuando se fue,
mamá salió corriendo a buscar a papá y duraron un rato discutiendo, yo nunca
había visto llorar tanto a mi mamá. No pregunté nada, “eran cosas de adultos” siempre
decían lo mismo.
Pasaron
los días y cada vez veíamos más gente extraña rondando por las fincas vecinas y
por el pueblo. Muchas veces estaban reunidos en la parte de atrás de alguna
casa y eso sí, siempre iban armados. A mí me daban mucho miedo pero yo no decía
nada, a mis hermanas ni se diga, ya no se atrevían a salir solas a ningún lado;
esos hombres extraños las miraban mucho y según ellas, algunas veces las
seguían.
Fue
así como empezó todo, con el pasar de los días no eran tan extraños, la gente
les llamaba “la chusma” y todos hacían lo que ellos querían, nos acostumbramos
a eso, si ellos decían camine, caminábamos; si nos pedían un caballo o la
bicicleta, se las dábamos; si querían alguna gallina o cualquier otro animal
para comer, lo sacábamos del establo y muchas veces a mi mamá, o a cualquier
vecina, le tocaba preparárselo. Yo llegué a pensar que ellos habían comprado
todo el lugar, que eran como los reyes y que así debía ser.
Los
paseos al rio se acabaron, papá ya no nos dejaba estar lejos de la casa y al
pueblo sólo bajaba él y mis dos hermanos mayores. Como “la chusma” se llevaba
gran parte de las gallinas y la comida que sembrábamos, cada vez teníamos menos
para vender. Papá mandaba a mis hermanos por la tarde para la casa y se quedaba
tomando en el pueblo, llegaba muy tarde y muy borracho; yo nunca había visto
que le pegara a mi mamá, a nosotros sí, a mamá no, en una de esas veces le pegó
porque ella le reclamó por llegar borracho y a esa hora. Quisiera decir que fue
la única vez, pero no; cada ocho días era la misma historia, como un video que
se repite una y otra vez.
Mamá
también cambió con nosotros, cualquier cosa que hacíamos la irritaba, nos
gritaba a toda hora y nos pegaba con ortiga. En otros tiempos ella siempre
estuvo de nuestro lado cuando papá nos pegaba, así no lo pudiera decir, en sus
ojos se veía que nos entendía, después lo único que veíamos en sus ojos era
rabia y tristeza.
Así
pasaron muchos días, donde la comida faltaba y a pesar de que trabajábamos el
doble, no veíamos el fruto de nuestro trabajo. Muchos de los muchachos de las
otras fincas se unieron a la chusma y se la pasaban diciéndonos que también nos
uniéramos, que ellos vivían bien y tenían lo que querían. Yo no lo hice, las
armas nunca me han gustado y contrario a sentir admiración, les tenía rabia y
fastidio. Me molestaba profundamente su actitud, sobre todo hacia mis hermanas,
en serio no las dejaban en paz, las acosaban todo el tiempo y les decían cosas
muy feas cuando pasaban por su lado.
Una
noche, una horrible noche, llegaron gritando y tirando todo a su paso, decían
groserías y tiraban las puertas mientras buscaban a mi papá. Mis hermanos y yo
saltamos de la cama y se podía escuchar el latido de nuestros corazones, vimos
como arrastraban a mi papá cogiéndolo de la ropa, lo llevaron al frente de la
casa y mi mamá lloraba y les suplicaba que no lo fueran a matar. Uno de ellos,
Pinocho le decían, le dijo a los otros que buscaran los hijos y se los
llevaran; corrimos a escondernos debajo de las camas pero no tuvimos éxito, un
hombre nos vio y a rastras nos sacaron de allí, intentamos luchar pero eran
fuertes y estábamos llenos de miedo.
Nos
formaron a todos frente a papá, que lo tenían de rodillas con un arma
apuntándole a la cabeza. Cuando vieron que ninguno de nosotros tenía fuerzas
suficientes para oponerse, empezaron a decirle cosas a mi papá, lo que recuerdo
claramente, entre todos los insultos que proferían contra él, era que se había
metido con la mujer del tal Pinocho y que ese error le costaría la vida. El
hombre mirándonos a nosotros dijo “hay errores que se pagan con la vida” y
disparó. Mi mamá, que hasta ese momento no había dejado de gritar y llorar, se
desplomó en los brazos de los hombres que la sostenían. Y nosotros nos quedamos
allí, congelados, durante los minutos más largos de mi vida, mientras ellos uno
a uno, salían de nuestra casa.
Nunca
te conté sobre la muerte de papá, te deje pensar que como muchos de los abuelos
de tus amigos, murió de viejo. No fue así. Le arrebataron la vida. Papá se
equivocó, eso lo entiendo, pero en esos años vi gente morir día tras día, y no
todos se habían metido con las mujeres de esos hombres; vi cadáveres de niños,
jóvenes, hombres y mujeres bajar por el rio en el que nos bañábamos con mis
hermanos.
Los
días que siguieron fueron más difíciles, cada vez había menos gente en el
campo. Salían en las noches y se llevaban lo que podían, ¿para dónde? ¡Creo que
ni ellos mismos sabían! Finalmente nos tocó a nosotros. Una tarde mamá nos
mandó a empacar dos mudas de ropa, una cobija y el cepillo de dientes en una
tula y a media noche salimos de la casa, nos recogió un camión y cuando nos
subimos mi hermana María le preguntó a mamá para dónde íbamos, ella le
respondió “Para la nevera”.
No
puedo decir que ese fuera mi viaje más placentero, íbamos en la parte de atrás
con dos familias más, demasiados y muy juntos para el calor que hacía en ese
momento, nuestros estómagos rugían del hambre y no podíamos tomar mucha agua
porque o se acababa muy pronto o haríamos detener el carro para orinar y fue la
primera advertencia que nos hizo el conductor, serían por lo menos 7 horas
antes de que pudiese parar en cualquier parte.
Mi
hermano menor vomitó todo el camino, no sé de dónde sacó tanta comida porque
apenas habíamos desayunado el día anterior. Como sea, llegamos. No entendí bien
lo de “la nevera” hasta que un frío terrible atravesó mis huesos, no se llamaba
así, pero el nombre le quedaba como anillo al dedo. Bogotá, la capital del
país, era nuestro nuevo hogar.
Nos
acogió con cariño, el frío nunca pasó pero si nos brindó momentos diferentes y
algunos de ellos agradables. Nos quedamos en la casa de una tía, mamá empezó a
trabajar en un restaurante en el día y por la noche planchaba ropa para otras
personas, mis hermanas también trabajaban en restaurantes como meseras o
cocineras y nosotros los hombres nos ocupamos en varias actividades, lavando
carros, haciendo domicilios, cargando mercados y lo que nos dejaran hacer. Mi
hermano mayor tenía 16 años y el menor 8, todos trabajábamos para ayudar con lo
que mi tía nos cobraba por la pieza y con la comida.
La
gente del barrio era agradable y nos ayudaba mucho, pero el sector era difícil
y peligroso, había mucho indigente y les gustaba pedirle monedas a todo el que
pasara por las calles. Yo nunca había visto droga, no tenía ni idea de qué era
eso y en ese lugar aprendí; bazuco, marihuana, bóxer, cocaína, fueron nombres
nuevos que adquirieron significado para nosotros. En el campo eso no se veía,
si mucho el guarapo, la cerveza y el aguardiente, con eso bastaba para
entorpecer a cualquiera. En mi nuevo barrio, la mayoría de las tiendas vendía
papeletas de algo para perder el conocimiento.
Mamá
todas las noches nos cantaleteaba y nos decía que cuidadito con ponerse a
probar esas porquerías. Yo veía la gente que consumía eso tan perdida, que ni
ganas me daban de experimentar a pesar de que muchas veces me ofrecieron. Sin
embargo, mi hermano mayor no entendió el mensaje, o lo entendió mal; no las
probó pero empezó a venderlas. El trabajo de él era el más duro, tal vez por
eso lo hizo, tenía que cargar cosas muy pesadas en un supermercado y llegaba
con la espalda maltratada; le ofrecieron venderla y no sé si le pareció más
fácil o qué, pero aceptó. También pienso que tuvo que ver Lorena, una niña que
le gustaba y que andaba en esas. Es lo más probable.
Lo
hizo por un buen tiempo, hasta que lo cogieron, vender droga siempre ha sido
ilegal y la policía le encontró bastante como para darle una buena temporada
tras las rejas. Tu tío duró 10 años en la cárcel, él no era malo pero estaba
rodeado de gente que sí lo era; cuando lo visitábamos siempre decía “hay
errores que se pagan con la vida y yo estoy pagando con ella”. No se la
quitaron, pero se la acortaron.
En
diez años pasan muchas cosas, crecimos, como se pudo salimos adelante, nos
dimos cuenta que jugar a la escuelita tal vez si servía para algo, porque nos
tocó trabajar de día y estudiar de noche, los que queríamos algo más, por
supuesto; otros simplemente se casaron y formaron su propia familia,
aprendieron oficios diferentes, pero todos buscamos sobrevivir. No es fácil, te
debo decir que definitivamente no lo es. Vivir en un país en guerra supone
estar prevenido, andar alerta, esperando lo peor de los demás. Pero si algo me
dejó la vida, es la esperanza, eso que sientes cuando todo está perdido, ese
abrazo de Dios cuando crees que este momento es el último momento, que esta
comida es la última comida, que esa mirada es la última mirada.
La
guerra no ha acabado Emanuel, pero tiene que. No podemos seguir alimentando el
odio. Cuando mataron a mi padre sentí ganas de matar al que lo hizo y tuve ese
deseo por años en mi corazón, cada vez que acosaban a mis hermanas quería
tirarme encima de ellos, desarmarlos y matarlos allí mismo, pero mi corazón no
estaba preparado para eso, en mi corazón estaba la idea de que las cosas podían
ser diferentes y que el sentimiento correcto era el que me embargaba cuando me
quedaba paralizado contemplando el majestuoso rio cercano a nuestra finca. Era
eso lo que quería sentir, no rabia, miedo ni dolor”
Papá me dijo esas últimas palabras
con lágrimas en los ojos y yo me quedé paralizado ante su confesión, jamás me
imaginé que su vida hubiese sido tan difícil, fue como si me estuviera contando
la vida de alguien más. Apagué mi grabadora y no supe qué decir, ya ni siquiera
pensaba en la tarea. Sus palabras martillaban en mi mente y ese sábado, no
pronuncié ninguna palabra. Más que comentarios, tenía muchas preguntas por
hacer, pero me parecían ridículas ante el tamaño de los acontecimientos que me
relató papá. Lo escuché decirle a mamá:-dale tiempo, necesita asimilarlo- tal
vez, ojalá el tiempo ayudara, no a mí, a los otros. Yo finalmente no viví nada
de eso, ojalá el tiempo borrara la ausencia de todos los familiares que
murieron, no logro sacar de mi cabeza los cadáveres de personas bajando por el
rio de papá; ojalá el tiempo devolviera a sus casas todos los jóvenes que se
fueron detrás del poder que representaban las armas y el dinero, ojalá el
tiempo le devolviera la dignidad a las niñas y jóvenes que la perdieron en
manos de esos hombres y de otros.
Papá tiene razón, no debemos
alimentar el odio. Por más vueltas que le doy al asunto no logro ver ganadores
en esta guerra, veo dolor, pérdidas, pobreza, miseria, y como dice mi mamá
“ausencia de Dios”. Ellos y nosotros hemos perdido, sólo nos queda la
esperanza, la esperanza de sabernos responsables, arquitectos y constructores
de nuestra vida en paz. Ahora que lo pienso, por qué pelear por un borrador,
por qué pelear por un partido, de ajedrez, de futbol o uno de esos políticos;
por qué escoger malas palabras cuando tenemos tantas y tan bonitas, por qué no
conversar sobre lo que nos pasa. Por qué esperar que sea sábado para hablar con
papá.
Aquí está mi tarea profesor, no sé
si la entendí bien. Pero escribí sobre un acontecimiento que marcó mi vida.
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